tormenta de verano

La enfermera entra en la habitación. Saluda a los familiares y los invita a salir. Será un momento, dice. Los familiares salen de la habitación, obedientes, en silencio, dejando cada uno la estela de sus perfumes.

La enfermera se sienta en el pequeño sofá, saca un móvil del bolsillo de la bata y envia un sms. Espera sentada unos segundos hasta que recibe respuesta. Sonríe al leerla. Se incorpora, mira al paciente y comprueba que sigue durmiendo, o inconsciente, muerto no, y sale de la habitación. Ya pueden pasar, dice a los familiares que esperaban en el pasillo. Gracias, contesta uno de ellos, la madre, quizás. Y van entrando poco a poco en la habitación, situándose, casi sin querer, en el mismo sitio en el que estaban antes de salir. Excepto el abuelo, que decide quedarse a los pies de la cama. Uno de los familiares dice que se va a comprar un coche. Entonces se hace un silencio pulcro, casi celestial. Alguien abre el grifo en el lavabo de la habitación contigua y el agua corre por las tuberías y la habitación, antes velatorio, es ahora un arroyo en el que se bañan los familiares del niño, celebrando la recuperación, o quizá no celebrando nada. Uno de ellos mira a su alrededor y comprueba que son muchos ahí dentro. Somos demasiados, piensa. Decide contarlos pero lo interrumpe la enfermera, que entra de nuevo y les invita a salir. Los familiares vuelven a salir. Todos apoyan las espaldas en las paredes del pasillo, excepto la tía, que decide ir a tomar un café. ¿Alguien se viene?, invita. Pero nadie contesta. ¿Queréis algo del bar?, insiste. No, gracias, dice alguien, al fondo, quizá el hijo mayor. Bueno, pues ahora vengo. Da media vuelta y se dirige al ascensor. En el último momento, el abuelo, con la mirada extraviada desde hace años, decide acompañarla. Suben hasta el bar. El bar es el ocho, papá, el ocho, éste. Tú has apretado al seis, pero da igual, no tenemos prisa. En el bar, la tía pide un café; al abuelo no le apetece nada. Se sientan uno enfrente del otro y la tía, mientras da pequeños sorbos, observa las manos del abuelo, que no dejan de moverse, como si quisieran deshacer un nudo que el tiempo fue apretando, día tras día, en silencio, hasta hoy, cuando el abuelo ha decidido deshacerlo. Cuánto tiempo hace que mi padre mueve así las manos, se pregunta la tía. El abuelo mira alrededor. Se levanta, se dirige a una mesa donde hay una pareja sentada y coge una servilleta del servilletero. Vuelve junto a la tía. Papá, aquí también había servilletas, mira. La tía mira a su padre esperando una respuesta que sabe no va a recibir. El abuelo se limpia las manos con la servilleta y la tira al suelo sin disimulo. La tía termina su café de un trago, recoge la servilleta y se levanta, ofreciéndole la mano a su padre. Vamos, le dice. En la habitación, los familiares esperan en silencio a la tía y al abuelo. Alguien carraspea. El herido, aún con los ojos cerrados, se humedece los labios con la lengua. Todos le miran. La tía y el abuelo acaban de entrar. Al ver la escena, la tía pregunta qué ha pasado. Nadie le responde. Entonces se dirige directamente a la madre y, en voz baja, cogiéndola del brazo, le pregunta: ¿Qué pasa? Pero la madre tampoco le responde. No quita la vista del herido, su hijo, el sobrino, nieto, primo, que acaba de humedecerse los labios. El abuelo se sienta en el sillón desde donde la enfermera envió y recibió el sms y se queda dormido. Al cabo de un rato alguien dice, nosotros nos vamos. A nadie parece importarle y de la habitación salen una pareja y sus dos hijos, que se dirigen al ascensor y bajan hasta el parking. Ya en el coche, el hombre le pregunta a la mujer algo que los hijos adolescentes, en los asientos traseros, no pueden escuchar. La mujer responde un seco sí mientras salen del parking. El hijo, sentado detrás del padre, mira por la ventana. Empieza a llover. Está lloviendo, anuncia. Ya lo vemos, le responde el padre. La hija escucha música a través de unos auriculares mientras se mira el dorso de las manos. En la habitación, la enfermera del sms entra de nuevo. Esta vez dice: No, no hace falta que salgan, será un momento. Y cambia la botella del suero, revisa la del calmante y le pone un termómetro debajo del brazo al niño. Mientras espera el resultado de la temperatura, le acaricia el pelo. Un familiar, quizá el tío, observa en secreto el gesto de la enfermera. También, en secreto, puede verle, entre los botones de la bata, el sujetador blanco y, por un momento, el horror del accidente de ese niño, quizá su sobrino, es olvidado por completo y el hombre se abandona en la imagen de esa porción de ropa interior y olvida también a su familia, a su mujer, que ahora se lava las manos en el lavabo, a su suegro, que duerme plácidamente en el sillón, a todos los familiares que le rodean en esos momentos y, finalmente, se olvida de sí mismo, a los pies de la cama, hasta que la enfermera le quita el termómetro al niño, lo mira y le dice a la madre: No tiene fiebre. Ya en casa, la mujer que respondió con un seco sí llama por teléfono a alguien. El padre, en su habitación, se descalza. Los hijos adolescentes cierran las puertas de sus respectivas habitaciones y el pasillo, un segundo antes iluminado, queda ahora en absoluta oscuridad. En la habitación del hospital, el abuelo se despierta y mira el reloj de su muñeca. Luego mira a su alrededor. Alguien dice: Nos vamos, ya vendremos mañana. Y salen de la habitación dos personas más, un hombre y una mujer. La mujer aprieta el botón del ascensor y una luz roja lo ilumina. El hombre espera a su lado. Al cabo de unos segundos, y antes de que el ascensor llegue, la mujer decide bajar por la escalera. Bajo caminando, ¿te vienes?, le pregunta al hombre. No, prefiero bajar en ascensor, le responde. Muy bien, dice la mujer mientras baja los primeros peldaños. Al fin, la puerta del ascensor se abre ante el hombre, que entra y saluda a una mujer que sostiene a un niño en brazos. El niño se mete un juguete de plástico en la boca. La madre, de vez en cuando, dice: Caca. El niño se ríe cuando descubre su imagen en el espejo, agita las manos y lanza el juguete al aire, manchando de babas la camisa del hombre. La madre le pide perdón con la mirada y el hombre dice: No importa, y recoge el juguete del suelo y se lo devuelve al niño. Cuando el ascensor llega a la planta baja, la mujer ya está esperando al hombre. Juntos caminan hacia el coche. En la habitación del hospital, el abuelo va al lavabo. El niño, el herido, sigue durmiendo, o inconsciente, muerto no. Se sabe que no está muerto por el ligero subir y bajar de las sábanas que le cubren. En casa, el padre que se ha descalzado, camina hasta la cocina, abre la nevera, coge una lata de cerveza, la abre y se la bebe a sorbos largos mientras camina por la estancia. La mujer continúa hablando con alguien por teléfono. Los hijos adolescentes siguen encerrados en sus habitaciones.
En la habitación del hospital, la tía se da cuenta de que el abuelo lleva mucho rato en el lavabo. Golpea en la puerta y pregunta: ¿Papá? Pero nadie responde al otro lado. Intenta abrir la puerta pero está cerrada por dentro. La tía aprieta el botón para llamar a la enfermera, que viene en pocos segundos. Mi padre está dentro del lavabo, no responde, le informa la tía. Un momento, ahora vengo, dice la enfermera, y sale a paso ligero de la habitación. Al poco rato vuelve con un hombre que viste de azul: pantalón azul, camisa azul, gorra azul. El hombre de azul pregunta qué ha pasado. La tía explica de nuevo lo ocurrido. El hombre de azul pica con los nudillos en la puerta del lavabo. ¿Hola?, pregunta. Entonces mete la mano en el bolsillo y saca una especie de ganzúa. Con un gesto rápido, eficaz y elegante, el hombre de azul abre la puerta del lavabo. En el coche, mientras conduce, el hombre manchado de babas apoya la mano derecha en la pierna de la mujer. Ésta se la retira y la deja apoyada en el cambio de marchas. El hombre tamborilea con los dedos el ritmo de la canción que suena por la radio. La mujer mira por la ventana: la gente corre a refugiarse de la lluvia, parece ser que a todo el mundo le pilló por sorpresa esta tormenta de verano. Parados ante un semáforo en rojo, las luces de las farolas iluminan las gotas de la ventanilla, que no dejan de moverse, como si buscasen una salida. El semáforo cambia a verde. El abuelo se ha dormido sentado en el váter. Tiene los pantalones bajados hasta los tobillos y apoya la barbilla en el pecho. La tía entra en el lavabo y zarandea al abuelo por los hombros. El anciano se despierta poco a poco y sonríe a su hija por primera vez en mucho tiempo. La tía le dice: Venga, papá, que te has quedado dormido, le ayuda a incorporarse y le sube los pantalones. El abuelo le pregunta: ¿Cuándo nos iremos de este sitio?, pero la tía no sabe qué contestarle. En la casa de los hijos adolescentes, la madre cuelga el teléfono. El padre mira el correo electrónico en su portátil, sentado en el sofá, con la tele encendida. El hijo abre la puerta de su habitación y, el pasillo, hasta ahora en la más absoluta oscuridad, se llena de tanta luz que las paredes y el suelo no son capaces de absorber. El hijo, bajo el umbral de la puerta, quizá por primera vez, observa cómo su sombra alargada llega hasta el otro extremo del pasillo. En la habitación del hospital, los tíos deciden irse, llevándose consigo al abuelo. Otros familiares también aprovechan para despedirse. Ahora, en la habitación, junto al niño herido, sólo quedan los padres. La madre tiene los brazos cruzados y está de pie, junto a la botella del suero. Comprueba que no se detenga el goteo. El padre se acaba de sentar en el sofá después de despedir a los últimos familiares. Ya me quedo yo esta noche, dice el padre. No, no, tú vete a casa, me quedo yo, responde la madre. El hombre con la camisa manchada de babas estaciona el coche en doble fila. Bájate, ya voy a aparcarlo, le propone a la mujer. La mujer coge una bolsa de plástico de su bolso y se la pone a modo de gorro antes de salir del coche y correr hacia la casa. El hombre la mira alejarse corriendo y entrar en la portería. El hijo adolescente, todavía de pie bajo el umbral de la puerta de su habitación, contemplando su sombra alargada, llama a la hermana y le dice que salga un momento. Al cabo de unos segundos, la hermana abre la puerta de su habitación y la luz hace que su sombra también se alargue hasta el otro extremo del pasillo. ¿Qué quieres?, pregunta la hermana. Mira las sombras, responde el hermano. ¿Qué?, vuelve a preguntar la hermana. Mira, y el hermano señala ahora las dos sombras alargadas, unidas por la cabeza, extendidas en el pasillo como sábanas negras al sol. La hermana se lo queda mirando unos segundos, y en su mirada hay una mezcla de compasión y desprecio. El hermano, sin levantar la vista del suelo, le pregunta: ¿Te habías fijado alguna vez?

Continúa...

antigua canción

El viento hacía golpear las ramas en la ventana del dormitorio.
Mi mujer dormía a mi lado, acurrucada, dándome la espalda, roncando. Busqué sus pies con los míos y les di una ligera patada.
Dejó de roncar y se movió, quedándose ahora boca arriba.


Las ramas seguían golpeando el cristal y, por un momento, pensé que podrían romperlo. Encendí la luz de la mesita, me incorporé y bajé la persiana. Pero ahora, al golpear las ramas contra la madera de ésta, el ruido se hacía más intenso. Así que decidí subirla de nuevo.
Desvelado como estaba, me calcé las zapatillas de estar por casa y bajé al salón. Pasé por delante de la habitación de mi hija. La puerta estaba cerrada. Era la primera vez que veía esa puerta cerrada.
Mi hijo estaba tumbado en el sofá viendo una película en blanco y negro. El salón estaba a oscuras, sólo iluminado por la luz grisácea de la pantalla.
— ¿Qué estás viendo? —le pregunté.
— Una película —me contestó mientras cogía el mando y apretaba el botón de pausa.
La imagen se quedó congelada mostrando el rostro afligido de una mujer. En el subtítulo se podía leer “Ya nada volverá a ser igual”.
— ¿Qué película es? —pregunté de nuevo.
— Una, ¿qué más da? —me respondió.
Y en ese momento no pude estar más de acuerdo con él. Sonreí. Notaba cómo me miraba de reojo, esperando a que me fuera de allí y lo dejase tranquilo. Es lo único que quiere mi hijo, que lo dejen tranquilo. Es lo único que queremos todos, ahora, después de lo ocurrido: tranquilizarnos.
— Buenas noches —le digo, sabiendo que no voy a obtener respuesta.
Voy al lavabo. La cisterna pierde agua desde hace unos días. Llamé al fontanero. Me dijo: “Mañana estaré ahí”. Mañana era ayer.
Me siento en la taza y me quedo un rato escuchando ese silbido de agua. Creo adivinar la melodía de una antigua canción infantil, aunque no recuerdo la letra.
Afuera, el viento continúa agitando las ramas del árbol, ahora con menos virulencia.
Decido salir al jardín.
Abro y cierro rápidamente la puerta para que no entre mucho aire. Soy consciente de que no he cogido las llaves.
Aunque no ha llovido, el césped está húmedo. Me quito las zapatillas y paseo descalzo. Deben de ser las dos de la madrugada.
Miro hacia arriba y compruebo qué ramas son las que golpean nuestra ventana.
Voy al cobertizo, cojo las tijeras de podar y la escalera. Apoyo la escalera en la fachada y subo hasta el penúltimo escalón. Corto las ramas más cercanas a la ventana. Las contemplo caer y desaparecer en la oscuridad y, en ese momento, pienso que es lo más hermoso que he visto en muchos años. Oigo cómo se estrellan en el césped con un chasquido húmedo y violento.
Miro a través de la ventana. Mi mujer continúa durmiendo.
El viento hace rato que se convirtió en una suave brisa.
Golpeo la ventana con los nudillos con tal de saludarla desde aquí. Al instante, pienso que eso ha sido una estupidez. Por suerte, mi mujer no ha escuchado los golpes. Desciendo con cuidado. Recojo las ramas cortadas y las amontono al lado del cobertizo. Guardo de nuevo las tijeras y la escalera.
Golpeo suavemente la puerta y llamo a mi hijo para que abra. Al cabo de unos segundos, la puerta se abre.
Mi hijo vuelve al sofá mientras yo entro y cierro.
En la pantalla, de nuevo en pausa, la imagen congelada de un hombre que corre por una calle perseguido por otros dos.
“Es inútil que corras. No podrás escapar”, dice el subtítulo.

Continúa...

la luz de la farola

Hay un niño en la acera de enfrente.
No tendrá más de siete años.
Es lo primero que he visto esta mañana, desde la ventana de la cocina: un niño de no más de siete años en la acera de enfrente.
Compruebo el reloj.
Las seis y cuarto.
Todavía no ha amanecido.


El niño no parece asustado. De hecho, no parece real.
Apoya un pie en la pared y mete las manos en los bolsillos del pantalón en un gesto inapropiado para su edad. Un asesino a sueldo esperando a su víctima.
Estoy a punto de despertar a mi mujer pero decido quedarme un rato más, como si aquello fuera un acontecimiento que me brinda la naturaleza.
El niño mira a un lado y a otro de la calle sin la impaciencia y la angustia que esperaba encontrar en él. Y es esta falta de impaciencia y angustia la que me hace permanecer inmóvil, de pie, en mi cocina.
Me acerco al interruptor y apago la luz. Ahora lo puedo ver con más nitidez.
Es un niño rubio, con una media melena peinada hacia un lado. Viste jersey rojo y pantalones marrones, quizá de pana.
Por un momento pienso en la grabación de un anuncio: al niño lo hacen posar ahí mientras alguien está preparando las cámaras, los focos, alguien le ha dicho a ese niño “Quédate ahí, apoyado en la pared”, y el niño, acostumbrado al oficio, ha seguido las instrucciones. Pero allí no hay nadie más. En la calle sólo están aparcados mi coche, el de mi mujer y el del vecino de enfrente.

Continúo ahí de pie.
El reloj marca las seis y media.
Abro la nevera y saco el zumo de melocotón. Me sirvo un vaso mientras sigo observando a esa criatura.
El niño sigue en la misma postura de hace un cuarto de hora. Ahora saca algo del bolsillo. Parece un papel, lo desdobla y lo mira como si pudiera estar leyendo algo. Luego lo vuelve a doblar y se lo vuelve a meter en el bolsillo.
Empieza a amanecer.
Oigo el despertador de mi mujer. Puedo escuchar sus pasos por el pasillo hacia el lavabo. Al cabo de unos minutos viene a la cocina.
⎯Estoy aquí, no te asustes ⎯le digo antes de que encienda la luz.
⎯¿Se puede saber qué estás haciendo? ⎯su voz suena a reproche y a sueño.
⎯Mira ⎯le señalo al niño con la barbilla mientras apago la luz de nuevo.⎯No sé cuánto rato puede llevar ahí.

Mi mujer se acerca a la ventana y se apoya en el lavabo. La luz de la farola ilumina el camisón de una manera fantasmagórica y obscena. Uno de los tirantes va cayendo por el brazo y deja un pecho al descubierto pero, sumida como está en la observación de aquel espectro angelical, mi mujer no es consciente de su gesto.
Contemplo aquel pecho desnudo bajo la luz de la farola mientras mi mujer habla.
⎯¿De dónde ha salido ese pobre niño? ¿Tú lo habías visto antes? ⎯pregunta.
⎯Creo que no ⎯respondo sin quitar la vista de su pecho.
⎯¿Qué quiere decir que crees que no? ⎯me vuelve a preguntar.
⎯ No, no lo había visto nunca ⎯respondo y vuelvo a mirar hacia afuera, el niño todavía ahí, apoyado ahora en el otro pie, las manos en los bolsillos.
Mi mujer se sube el tirante despreocupada, sin dejar de mirar al niño.
⎯ Tendríamos que llamar a la policía, ¿no crees? ⎯propone sin mucho entusiasmo.
⎯ Espera un rato. Quizá esté esperando a alguien ⎯le digo.
⎯ No son ni las siete de la mañana. ¿Quién haría esperar a un niño a estas horas? ⎯pregunta.
Mi mujer también se sirve un vaso de zumo.
Bebemos a oscuras, uno al lado del otro, mientras miramos por la ventana de la cocina. Paso el brazo por encima de su hombro y voy deslizando la mano por su espalda en busca del pecho. Lo acaricio por debajo del camisón.
Mi mujer me mira y pregunta:
⎯ ¿Se puede saber qué estás haciendo?
No sé qué contestarle y retiro la mano con una mezcla de vergüenza y apatía. Dejo el vaso sobre la mesa.
El niño sigue ahí, en la misma postura. Ha pasado casi una hora desde que lo descubrí. Mi mujer continúa observándolo mientras da pequeños sorbos al zumo.
La luz de la mañana lo empieza a iluminar todo.
Se apaga la farola.
El tirante del camisón vuelve a resbalar por el brazo de mi mujer, dejando de nuevo el pecho al descubierto.
⎯ Voy a ducharme. Se me hace tarde ⎯anuncio.
⎯ ¿Tarde? ⎯pregunta mi mujer⎯ Hoy es domingo, ¿dónde tienes que ir?
Una sensación de extraño alivio recorre mi cuerpo.
Vuelvo a la cama mientras mi mujer se sienta en una silla para poder seguir mirando al niño.
Percibo un olor que no reconozco. Supongo las sábanas, un nuevo suavizante. Aunque no sé por qué no lo había olido hasta ahora.

Continúa...

cría de cebra

Ahí estábamos, cenando con los vecinos.
⎯No soporto a estos pesados de mierda⎯ le había dicho a mi mujer hacía tan sólo unos días, el domingo por la mañana, mientras desayunábamos oyendo el ruido de la taladradora.⎯¿Qué les falta por agujerear? Cada domingo igual.


A mi mujer no parecía importarle. Comía sus tostadas con la parsimonia propia del que se sabe ganador, el triunfo de la persona a la que se le presenta un día festivo por delante. ⎯Tranquilo, ahora saldremos a dar una vuelta.⎯ Esa era mi mujer.
No sé cómo ni por qué tuvo que llegar el día en que el vecino nos invitase a cenar. Me hubiera gustado visualizar todo el proceso: primer acercamiento, supuesta simpatía, ligera amistad, respeto mutuo, no sé, me hubiera gustado seguir un guión para todo este asunto, un director en el rellano que nos diera órdenes, alguien que cuidara de nuestro vestuario, la luz, no tanta luz, hay demasiada luz en esta escalera, deben haber sombras, esquinas sin luz, el director lo dirigiría todo y yo le pediría el guión del día siguiente para “írmelo mirando, en la cama y eso, antes de dormir”, le diría. Así sí que me gusta hacer las cosas: leer el guión de lo que me pasará mañana.
Pero no hubo nada de eso. Todo fue rápido y absurdo, como unas campanadas de fin de año mientras tu hijo se muere en el hospital.
La cuestión es que ahí estábamos, mi mujer y yo, sentados a la mesa en casa de los vecinos.
Minutos antes estábamos en el sofá. ⎯¿Qué queréis beber mientras acabo esto? ⎯nos preguntó la vecina desde la cocina. ¿Por qué nos lo tuvo que preguntar, gritar, desde la cocina, como si nos conociéramos de siempre? Eso es algo que puede hacer tu madre cuando vas a verla los domingos, pero no una vecina a la que había visto dos veces y de casualidad.
⎯Yo me reservo para la cena. ⎯hice ver que estaba hambriento y que me interesaba lo que pudiera haber preparado para cenar.
⎯Sí, yo también, no saques nada. ⎯dijo mi mujer mientras miraba las paredes como un gato siguiendo una mosca.
⎯¿Qué haces? ⎯le pregunté en voz baja palmeando su rodilla.
⎯¿Te has fijado? No hay ni un agujero, no hay cuadros colgados, ni estanterías, nada en las puertas, mira el pasillo, ¿lo ves?, liso. ⎯mi mujer susurraba todos estos misterios mientras seguía con la mirada una mosca invisible y torpe.
⎯Es verdad. ⎯le contesté. Me molestó que mi mujer se hubiera fijado en eso antes que yo porque era una de las cosas que quería comprobar nada más entrar en esa casa. De hecho, era lo único que me interesaba de esa cena: averiguar a qué venían tantos agujeros. Pero no sé por qué, en cuanto entré en la casa, se me olvidó. Simplemente me senté en el sofá al lado de mi mujer después de haber saludado fugazmente a la vecina, que desapareció por el pasillo hacia la cocina, desde nos hablaba: una prisionera de su propia hospitalidad.
Al cabo de unos minutos llegó el marido. Mi mujer se levantó del sofá para saludarlo y yo me di cuenta de que tendría que hacer lo mismo, y eso fue lo que hice.
El marido era una de esas personas que cuando te estrechan la mano esperan que alguien alabe su fuerza bruta, su fuerza de macho dominante, el hombre de la casa soy yo y así te lo demuestro, esto es lo que mide mi polla, seguro que la tuya no es tan larga ni tan gorda. No sabría decir de qué hablamos allí, de pie, el marido midiéndose la polla y pasándome el metro, mi mujer con los brazos cruzados, sonriendo ante dos niños de cuatro años. Supongo que de cualquier estupidez sin importancia.
Y allí estábamos, sentados a la mesa de los vecinos, dispuestos a cenar lo que la prisionera hubiera querido prepararnos.
La cena transcurría con normalidad, si es que alguien sabe lo que es eso, hasta que la vecina, que iba y venía con platos y cazuelas, preguntó:
⎯¿No tenéis hijos? ⎯soltó esta pregunta al aire y fue volando patéticamente de plato en plato, mojando sus alas en la crema de calabacín, posándose en el pan para acabar en mi tenedor y ser atravesada con una mezcla de furia y hastío. Mastiqué la pregunta poco a poco, haciéndola crujir entre mis muelas, arena en las almejas, mastica veinte veces antes de tragar, y tragando al fin aquellas tres palabras y la interrogación, que fue lijando mi garganta como una patata frita sin masticar.
⎯No. Tuvimos, pero ahora ya no ⎯contestó mi mujer sin levantar la vista del bistec.
La vecina se disculpó con un tímido “lo siento” a la vez que el marido carraspeaba, lo que hizo que la tímida disculpa se fuese a convertir en una patética disculpa ya que, la mujer, al darse cuenta de la coincidencia en el espacio y en el tiempo de sus palabras con el carraspeo del marido y, creyendo no haber sido escuchada, repitió “lo siento”, esta vez un poco más alto, para que mi mujer y yo, pero sobre todo mi mujer, se diera cuenta de que ahí había alguien que la escuchaba, de que podía contar con ella, una amiga para toda la vida. Te hemos oído a la primera, me dije, y luego, a todos: ⎯Si me disculpáis, tengo que ir al baño. ⎯ Me levanté y la vecina me indicó la puerta.
Me senté en el borde de la bañera y dejé pasar un par de minutos. Luego tiré de la cadena, me lavé las manos y salí.
La vecina se había llevado los platos. ¿Puedes volver a traérmelo? No había acabado. Pensé. Ir al lavabo un par de minutos y alguien se lleva algo tuyo, lo tuyo. Esa es la vida. El marido jugaba con el tapón del vino mientras comentaba con mi mujer las últimas reformas de la escalera. Yo hacía ver que escuchaba y que me interesaba el coste de la pintura de la baranda.

La vecina salió de la cocina con una bandeja repleta de galletas de diferentes tipos. El marido, un niño de cuatro años con la polla más larga que la mía, cogió una antes de que la mujer dejara la bandeja en la mesa y soltó una risotada: ⎯Estas son las mejores ⎯dijo con la boca llena, mientras yo me fijaba en que era la única galleta que quedaba de ese tipo.
⎯Nunca lo sabremos. ⎯pensé, pero dije en voz alta. Mi mujer me pisó el pie a modo de aviso. Te has pasado, cariño, o, Eres imbécil, cariño. Algo así quiso decir ese gesto arcaico y subterráneo. De todas formas, creo que ninguno de los dos entendió o quiso entender mi frase.
Más tarde la vecina nos ofreció un café. Nosotros nunca tomábamos pero le dijimos que sí, una especie de hermanos traviesos diciendo mentiras.
El marido dijo que tenía que irse y se fue. El trabajo, ya se sabe, dijo antes de salir por la puerta.
Volvimos a sentarnos en el sofá. La vecina se sentó en una butaca a nuestro lado. Puso en marcha el televisor, que hizo un zumbido de central nuclear limpiando desagües, si es que existe ese sonido. Un documental de animales. ⎯Siempre lo tengo en este canal. ⎯La mujer se aposentó en la butaca y cruzó los dedos sobre su barriga. Por un momento pensé que ya no estábamos allí.
En la pantalla, una cría de cebra iba a ser devorada por un cocodrilo mientras bebía en una charca. No había ninguna voz en off que lo anunciara. Simplemente era algo que tenía que ocurrir.

Continúa...

Nada por aquí.

Sujeté con fuerza sus muñecas para evitar que me estrangulara con aquellos guantes blancos manchados de sangre. Me miraba con la sonrisa más malévola que jamás haya visto. Sentía su respiración agitada, escuchaba crujir la pintura seca que cubría su rostro cuando la piel se arrugaba al hacer más fuerza. Dimos media vuelta y me empujó contra las estanterías, junto al sofá.

Mi hermano le había contratado para que distrajera a los niños mientras tomábamos unas copas después del pastel. Yo había estado acuerdo, porque sabía que a Celia le entusiasmaban los trucos de magia. El regalo que le compré, un sombrero de copa, no podía ser más adecuado.
“Los buenos magos no revelan sus trucos”, dijo él cuando le entrevistamos para el trabajo. En aquel momento ni siquiera sentía curiosidad por conocerlos. No había ningún conejo bajo la chistera, no eran ases lo que escondía en la manga.

La sala olía aún a tarta de nata y a cera derretida. Para entonces, en el ambiente flotaba también el olor de la sangre y la carne quemada. El suelo estaba lleno de confeti, serpentinas y collares de papel. Pero no todos los colores eran alegres bajo nuestras pisadas, también corría la sangre de los invitados, del perro…
Le aparté de una patada en la barriga, dejando la marca de la suela de las botas en su esmoquin de papel. En ese instante, se abalanzó sobre mí con toda su ira sosteniendo un tenedor. Conseguí esquivarlo y le rodeé con los brazos por la cintura. Tropezamos con la mesa y caímos al suelo, junto a la abuela Roberta. Le agarré por el cuello y le di un puñetazo en la nariz. Se tocó el bolsillo de la chaquetilla y surgió de su pajarita un chorro de agua hirviendo, quemándome la cara.

Grité, me froté los ojos y me eché un refresco para aliviar la irritación. Aún tendido en el suelo, el mago murmuró:
- Celia se presentó voluntaria para el truco, lo hizo muy bien, es una buena chica. Lástima que lo demás muchachos no aguantasen tanto.
Era un monstruo. Un grandísimo cabrón. Salté por encima de él y me dirigí a la ventana. Sentí sus pasos acercándose detrás de mí. Con los ojos en blanco, el mago quiso lanzarme una silla a la cabeza, pero me agaché y le di una patada en la rodilla. Fui hasta la mesa y cogí el cuchillo que habíamos usado para cortar el pastel. Tosí por culpa del humo que salía de la habitación de juegos.
- Se puso el sombrero -continuó el mago, relamiéndose el líquido oscuro que brotaba de su nariz- y comenzó a atar a sus amiguitos, tal como yo se lo indiqué. El círculo de fuego es mi juego favorito -avancé hacia él y levanté el arma hasta su cara -. ¿Quiere que le cuente cuál es el truco? Los niños son inocentes -la sonrisa se borró de su cara-. No como usted.

En el exterior los copos de nieve caían lentamente. Clavé el cuchillo en el pecho y un chorro de agua hirviendo y lodo surgió del corte. Le golpeé en la rabadilla y rompió los cristales, precipitándose al vacío. Aterrizó sobre la nieve produciendo un suave estrépito. Me asomé para asegurarme de que la pesadilla había terminado. Le vi tendido en el suelo, boca abajo, aparentemente muerto. Estuve observándolo unos segundos, el tiempo justo para ver cómo se levantaba, se sacaba el cuchillo clavado en su esmoquin y comenzaba a trepar por la fachada, ágil como una lagartija, con los ojos fuera de sus órbitas. Su estridente risa llegaba a mis oídos, aquel ser no podía ser humano.

Me separé del alféizar, no me aventuré a asomarme otra vez por miedo a encontrármelo a pocos centímetros. Anduve deprisa hacia el pasillo evitando mirar en la habitación de juegos, cuya puerta estaba entrecerrada. No pude evitar escuchar los gemidos que surgían del interior.


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Continúa...

la esquina del techo

Vinieron las gaviotas y se llevaron a nuestros hijos

mientras hacíamos cuentas de lo gastado en vacaciones

y tú me echabas en cara el haberme comprado ese licor.


Acurrucados de miedo bajo sus alas

los dejaron caer al mar cuando nadie estaba mirando

y creo que el agua ni siquiera salpicó las rocas.

La esquina del techo que dejamos sin pintar

parecía entonces de otro color más claro, diferente,

y la estuve mirando contigo toda esa tarde y toda esa noche.

Llamamos a tu madre y le explicamos lo sucedido

empecé a preparar las maletas de siempre

y desde el teléfono me miraste como si nunca me hubieras visto.


Vinieron las gaviotas y se llevaron a nuestros hijos

por la ventana vi a aquel viejo cortando los alambres

y me pregunté para qué los querría, precisamente hoy.

La leche de la nevera está caducada, me dijiste,

llevo algo clavado en el talón desde hace unos días

y no sabría decirte por qué no te lo había dicho aún.

Fuimos a la habitación de nuestros hijos

las persianas estaban subidas pero no entraba la luz

y las arrugas de las sábanas me recordaron un fracaso al acecho.

Por la noche bajamos a la reunión de vecinos

nunca me había fijado en aquel que llevaba un parche en el ojo

y te observé mientras leías los nombres en los buzones.


Vinieron las gaviotas y se llevaron a nuestros hijos

la hierba recién cortada volaba de un lado a otro del patio

y alguien gritó a lo lejos algo que no pude entender.

Estuvimos paseando toda la noche, bordeando la costa,

en busca de alguna señal que nos hablara de ellos

y cuando te quise abrazar tu mirada me dijo algo parecido a un no.

Luego volvimos a casa y te pusiste a pintar la esquina del techo

pero la pintura que utilizaste no era realmente pintura

y te mentí cuando te dije que lo dejaras, que ya estaba bien.

Todavía no sabemos nada de nuestros hijos

lo que empezó como algo extraordinario se ha convertido en rutina

y nos decimos cosas al oído de tal manera que no nos podamos entender.


Vinieron
las gaviotas
y se llevaron a nuestros hijos.




Continúa...

El mundo de los otros.

Se bajó del coche y miró en ambos sentidos de la calle detenidamente, persiguiendo con la mirada la línea blanca discontinua sobre el asfalto negro. Los muros que guardaban a derecha e izquierda los jardines y las casas, los adultos y los niños, se extendían en dos filas interminables hasta donde alcanzaba la vista. La luz del sol reverberaba en ellos de tal manera que uno a continuación del otro parecían formar dos grandes murallas. Como puzzles discordantes, un fragmento para cada tribu, y ahí, en el centro, contundente, para todos, el río de alquitrán.



Sobre el alquitrán negro pasó un coche blanco, blanco roto, y él alzó la mano inconscientemente a la sombra humana situada al otro lado del parabrisas. Por un momento parecía haber querido pararlo con la confusa intención de preguntar algo. Algo como:

—Perdone, ¿sería tan amable de indicarme dónde queda el número 33 de la calle Letedoma?

Afortunadamente el conductor no prestó atención a su gesto y siguió su marcha pisando un poco más, intencionadamente o no, el acelerador.

El ruido de motor lo hizo tambalearse, revolviéndose con sus pies enmarañados sobre cada uno de los puntos cardinales. Cuando parecía que iba a caerse, sus piernas se decantaron hacia el interior de la acera y su hombro topó con una puerta, cuya pintura gris desconchada parecía caerse a trozos. Al parecer ese era su torpe cuerpo, ochenta quilos de carne y hueso que descubría de pronto bajo su cabeza, enfundados en un traje plomizo y una corbata asfixiante. Su mano de autómata, color sepia, sí, su mano, buscó en el bolsillo derecho del pantalón y sacó, sin pensarlo, unas llaves.

Bastaron un movimiento certero de muñeca y un leve empujón para que la puerta se abriera y, entonces, miró atónito el jardín que le descubría la abertura rectangular de la entrada. Aquel césped era, otro día más, un auténtico desastre. Y el culpable de aquel lamentable desorden, como empezaba a dilucidar, no era otro que el gato de los vecinos, que había vuelto a hacer de las suyas durante la noche.

La idea del gato crispó la expresión de su rostro y, de alguna forma, le obligó a recobrar el sentido y, también, a sentir la vergüenza que empezaba a provocarle su propia actitud. Por primera vez en su vida se había desorientado. Desorientado a los treinta y tres años como un viejo aquejado de una de esas penosas enfermedades degenerativas.

En la puerta había un buzón, en el buzón una abertura y en la abertura una carta colgando a punto de caer al vacío. Una carta que decía:

Carlos y Clara Punzón, calle Letedoma número 33.

Sí, aquel era su nombre. Cinco letras una detrás de otra: C-a-r-l-o-s. Y el de su mujer, Clara. Aquella era su casa y, aquel, su desastroso césped. Dio un paso, dos, tres, hacía el interior y cerró cuidadosamente su puerta mientras sus labios esbozaban una tímida pero incontenible sonrisa. Dentro, lo suyo. Fuera, lejos, a pocos centímetros de una puerta y una fina capa de pintura gris desconchada, de un muro en una sucesión de muros y un nombre de una sucesión de cinco letras, sí, lejos, el mundo de los otros.

Continúa...